Nueve victorias seguidas como el Madrid del 68
Fue en el Ciutat de València en la tarde del sábado 5 de noviembre de 1994. El Levante de Juande Ramos borró del mapa al Elche en una segunda mitad desarrollada a caballo entre el vértigo, la épica y la apoteosis de los goles. Los tantos de Fabado y Gallego, con apenas siete minutos de margen, difuminaron de un plumazo la huella de la diana inicial conseguida por el ilicitano Rodri (2-1). El meta Rodri ayudó cercando el tiempo reglamentario tras ajustarse los guantes ante Vilchez desde el fatídico punto de penalti. Era la novena victoria de un curso que germinó, desde su mismo nacimiento, con el Levante habituado a ceñirse la corona de laurel que simboliza la conquista del triunfo a la conclusión de cada una de las batallas disputadas sobre el césped. Aquella victoria era significativa en términos estadísticos. Nueve victorias seguidas que situaban a las huestes azulgranas a la altura del egregio Real Madrid del ejercicio 1968-1969.
Juande Ramos emula a Miguel Muñoz
El equipo de Juande Ramos emulaba al grupo que conducía Miguel Muñoz desde el banquillo blanco, si bien, y a fe de ser respetuosos con la historia, habría que colegir que la principal diferencia entre uno y otro récord radicaba en el marco de la categoría conseguida. Aquel Levante, que enlazaba nueve victorias, trataba de emerger desde la Segunda División B hacia cotas más pronunciadas y soleadas en el ámbito del balompié profesional. El Real Madrid coronaría la Liga en Primera División en el ejercicio 1968-1969. Los escenarios están claramente delimitados. Lo cierto es que fue un tema recurrente durante la semana en recorrido. El Levante afrontaba la décima jornada de la competición liguera con el Elche como invitado con la firme y no quimérica posibilidad de enlazar la novena victoria consecutiva. Los números parecen descuadrar este razonamiento, pero habría que recordar que la tempestad que anegó la capital del Turia durante el segundo fin de semana de octubre de 1994 propició el aplazamiento del duelo ante el Nàstic de Tarragona en el feudo de Orriols programado, en principio, para el domingo 9 de octubre.
Un Levante imperial desde el nacimiento de la competición
a glacial estadística advertía que el Levante contaba con un encuentro menos que el resto de sus oponentes, si bien ese aspecto no era un impedimento para descabalgar al colectivo del liderato en la clasificación del Grupo III de Segunda B. El hecho quizás permita resaltar el fiero y devastador despertar de un bloque que desconocía el amargo sabor de la derrota desde el amanecer del campeonato ante el Europa (0-2). Nadie cercaba el paso de un Levante superlativo, aunque el CD Castellón le marcaba de cerca. En la hoja de ruta plasmada por aquel Levante, que parecía levitar sobre el pasto en cada aparición, brillaban tantos triunfos como funciones había representado en la Liga. Eloy en el minuto 85 del compromiso anterior ante el Sant Andreu (1-2) mantenía la fortaleza de un equipo que sabía oponer resistencia a los peligros de su transitar por la competición liguera.
El duelo fue el paradigma de la rebeldía y de la insurrección. Masnou y Eloy voltearon un partido que nació desde el signo de la derrota tras el gol de Totó. Desde que el Levante marchó del coliseo del Sant Andreu comenzó a escucharse el mantra de las nueve victorias consecutivas que establecían una certera conexión entre el Levante del curso 1994-1995 y el Real Madrid del ejercicio 1968-1968. Fue una especie de letanía que se repitió a lo largo de aquella semana. Aquel Levante estaba ávido de recibir buenas halagüeñas después de menguar por la categoría de bronce tras el áspero descenso desde Segunda A a la conclusión de la campaña 1990-1991. La catarata de triunfos situó al bloque de Orriols en el firmamento futbolístico. El ruido aumentaba de semana en semana. El Levante adquiría visibilidad en un entorno tradicionalmente inhóspito a base de someter a sus opositores.
Levante-Elche, un partido de récord
El Elche y el Levante cruzaron sus destinos con suma regularidad en los noventa. En esa década compartieron miserias y momentos de idílico entusiasmo. Las idas y venidas desde la categoría de Plata hasta la Segunda B se sucedieron con los clubes cogidos de la mano. Esa manifiesta indomabilidad mostrada por las mesnadas de Juande Ramos en tierras catalanas volvió a evidenciarse en una fría tarde invernal de noviembre ante la escuadra ilicitana. El rugir de la grada del Ciutat fue incrementado el voltaje de un choque desaforado entre dos adversarios habituados a competir en el campo. Una vez más el colectivo granota tuvo que rebelarse a los acontecimientos gestados para mutar el guion de un enfrentamiento que pareció domesticar el Elche durante el primer acto. Rodri aprovechó una llegada del combinado franjiverde sobre el área de su homónimo Rodri para cercenar el empate inicial.
No obstante, la respuesta azulgrana fue reveladora de sus intenciones, principalmente en el segundo capítulo de la cita liguera. Quizás la diferencia entre ambas plantillas afectaba a la cuestión psíquica de sus componentes. Aquel Levante se sentía protegido anímicamente. Estaba robustecido por sus movimientos y resultados. No había miedo al vacío. Su sonrisa ganadora era un plus hacia la resistencia. Se sabía superior a su rival a pesar del dictamen del marcador y se lanzó al asalto del Elche desde el primer segundo de la reanudación. Hubo intensidad, arrebato y vehemencia en las botas de cada jugador granota. Ese espíritu pasional mostrada por el grupo en busca de una victoria que amenazaba con marcharse enardeció a una grada que empatizó emocionalmente con sus jugadores.
Superando la adversidad para conjugar con la novena victoria enlazada
Fue una declaración de intenciones. Cada acometida local estimulaba las emociones de los aficionados blaugranas. Nadie escatimó esfuerzos; ni los seguidores, ni los protagonistas del balón. Aquella glacial tarde se estableció una clara conexión entre la grada y los futbolistas. La unión de esos dos factores fue determinante en la metamorfosis de un enfrentamiento que en algunas fases amenazaba con turbar al estamento levantinista. El triunfo final tras las dianas de Fabado y Gallego fue la metáfora de aquella unión. El arquero Rodri se mostró felino ante Vilchez desde los once metros. Los nueves triunfos enlazados eran una máxima conseguida. Había que regresar sobre el tiempo para encontrar el rastro de un ciclo similar, el Madrid del 68. Curiosamente el Elche rasgó esa racha. Y una semana más tarde el Levante estaba capacitado para mejorar el registro si vencía al Andorra.