
“Esta tarde, en Vallejo, se ha dado uno de esos resultados escandalosos, de los que contribuyen a afirmar el poderoso prestigio del deporte que dieron a conocer los ingleses. Ha sido un cinco a uno claro, rotundo, tan claro como el cielo azul que lo presidió y tan rotundo como se esperaba, pero al revés, o sea, que una vez más el fútbol dio uno de esos tanteos que dan pábulo al comentario, no ya tan solo en las esferas donde se habla de fútbol, sinoen aquellas otras donde el deporte no es un tema favorito”. Así nació la crónica firmada por Juan Narbona que El Mundo Deportivo publicó el lunes 12 de octubre de 1964. ¿Qué había sucedido, que podría catalogarse de extraordinario, a tenor de los comentarios vertidos, sobre el verde del viejo santuario de la escuadra granota? El Levante había triturado al F.C. Barcelona en el partido vinculado a la quinta jornada del curso 1964-1965 con un partido de leyenda que entraría a formar parte de los analaes del club.
Los roles parecieron mudar en el vetusto estadio que colindaba con la mítica estación del Trenet y el Pont de Fusta. Uno de los transatlánticos del balompié español se desmoronó ante el ímpetu y el tesón mostrado por el grupo que conducía Orizaola desde el banquillo. Signo incuestionable de la evolución y del tránsito que adquirió la confrontación, fue la visión del marcador simultáneo de la instalación cuando el cronómetro atravesaba la frontera de la media hora de juego naciente. Los goles de Torrens y Wanderley, el brasileño por partida doble, creaban una perspectiva que parecía ciertamente utópica en virtud de los movimientos generados. El Levante capturó el corazón del F.C. Barcelona. En ese instante del enfrentamiento el arquero Sadurní ya había hincado la rodilla y no sabía cómo desactivar las punzantes acometidas de la bulliciosa vanguardia levantinista. Vallejo se deleitaba con un paisaje que parecía surgido de una narración quimérica y difícil de augurar.
Toda la furia anotadora del colectivo valenciano se materializó ante las huestes de César durante noventa minutos devastadores que pasaron factura al técnico azulgrana puesto que no volvió a sentarse en el banquillo culé. El bloque azulgrana actuó con la virulencia de un ciclón desde que se posicionó sobre la orografía del campo. El Levante, con una actuación ciertamente portentosa, destrozó cualquier atisbo de teoría filosófica o metafísica acerca del diseño del enfrentamiento. Y nadie era capaz de prever una actuación de semejante calado por parte de la sociedad que presidía Eduardo Clerigues. En el imaginario del levantinismo se proyectaba el arranque de la competición liguera. La igualada del Levante ante el Oviedo en condición de casero se concatenó con tres derrotas consecutivas frente al Valencia, Zaragoza y Betis. Entre las etiquetas de aquel grupo pendía su escasa fiabilidad ante la portería contraria. La ruta que conducía al gol se había difuminado.
Su mirada era estrábica. De hecho, el Levante aterrizó en el partido sin estrenar su condición anotadora. Era el único equipo de la Primera División que no había logrado desenmascarar los distintos misterios que conducían a la meta contraria. La conexión con el gol era insondable. Ese aspecto atormentaba a sus jugadores. Un punto, en puestos de descenso, tres sometimientos entrelazados y con el expediente anotador sin brillo. Las sombras se agolpaban. Enfrente surgía la imagen poderosa del Barcelona, si bien su comportamiento en la Liga era errático tras contabilizar dos victorias y dos derrotas que le ubicaban en la séptima plaza con cuatro puntos. Y entonces surgió lo inesperado. Serafín, que a la conclusión de la temporada pondría rumbo hacia la Ciudad Condal para vincularse al Barça, con dos dianas más aquilató una victoria que recuerdan los más experimentados seguidores granotas.